Si en el instante en que nos figuramos la idea de "nación", nos asalta de manera instintiva la noción de una colectividad determinada que comparte una serie de artefactos desarrollados desde su propia cultura, apelando a lo más profundo de su idiosincrasia para dar sentido a un desarrollo humano, en la gran mayoría de las ocasiones nos quedaremos cortos. No obstante, es cierto que en todos y cada uno de los miembros de una comunidad de individuos, por pequeña que ésta sea, siempre existe un concepto no explicado –no voy a decir innato–, intuitivo de identificación con el grupo en el que cada individuo se representa a sí mismo y se desenvuelve en función del acceso y la intención que se establezcan para llegar a tal fin. Esto, así, de manera desnuda, en teoría no representaría a ojos de la sensatez ningún problema.
Puesto que cada comunidad de individuos forma una unidad abstracta, objetiva y a menudo anecdótica, cada individuo se ve a sí mismo de manera inevitable compartiendo su propio universo con otros miembros que también siguen el mismo proceso. ¿Cómo dar entidad de unión a todo esto? ¿Sobre qué bases se fundamenta la cohesión de una comunidad de individuos determinada?
Son muchas las maneras, entre las que se encuentra el desarrollo de un sistema legal originado en la necesidad de administrar los bienes o materias primas de las que se disponen para su producción y posterior distribución de manera más o menos equitativa, al margen del método que se emplee, grosso modo. Al mismo tiempo, dicho sistema legal también administra y regula la moral y las creencias propias de esa comunidad al amparo de la creación de instituciones religiosas de la índole que sea (iglesias, comunidad de sacerdotes, hechiceros, consejo de ancianos...), en las que, por supuesto, también se incluye la conducta de los miembros de una comunidad y la manera en que se ha de actuar para posibilitar el funcionamiento de toda esta maquinaria. Para ello, se emplean distintos métodos, como antes esbocé, dependiendo de las características de cada comunidad; pero, sobre todo, hay un instrumento que hace que todo ese conocimiento se transmita entre los individuos que es, aún si cabe, más primordial que el resto: la comunicación lingüística.
Sabemos que hay culturas ágrafas que se arreglan con lo que tienen sin necesidad de utilizar un corpus demasiado complejo de símbolos para sistematizar todo el acerbo que requiere ser conocido por la comunidad. La transmisión oral de individuo a individuo crea vínculos muy sólidos entre ellos que, en gran medida, establecen un cierto conservadurismo muchas veces resquebrajado en función de los nuevos conocimientos que dicha comunidad adquiera. Ni que decir tiene que dicha transmisión viene desde las esferas de la autoridad, o de quien los miembros de una comunidad consideran capacitado para ello: desde los ancianos de la tribu, pasando por una asamblea o consejo donde cada individuo tiene su voz y opinión, hasta la figura de un representante o líder –figura abstracta donde las haya– a quien se ha investido de la capacidad de ordenar en función de habilidades, experiencia o incluso por designio divino o sufragio popular. Hablo, desde luego, a grandes rasgos sin intención de entrar en demasiados pormenores que bien pudieran contribuir a hacer este artículo más arduo y complejo de lo que pretende ser al alejarse del objeto que se pretende tratar.
Las lenguas, como tal, en un principio no son más que un instrumento de cohesión, de identificación grupal, aunque también lo son de discordia, rechazo y segregación entre los miembros de una comunidad dada. Todo esto viene al amparo del uso que de ellas quiera hacerse. Dado que la palabra desde siempre ha sido un instrumento muy poderoso, cada individuo se adscribe a la función simbólica que le interese o que le resulte más acorde con su manera de estar o relacionarse con la comunidad y con la realidad que en ese momento le toca. Es decir, no hay nada aséptico, objetivo, concreto en el uso que se hace de los recursos lingüísticos de una determinada lengua; no se instrumentaliza per se. Su supervivencia, desarrollo, evolución y dinamismo depende no de un grupo concreto dentro de una sociedad de hablantes, sino de cada uno de ellos, al incorporar sus maneras de entender y de verbalizar la experiencia que está viviendo. Así, desde la emoción, surge la poesía cuyo germen es la imaginación. De la imaginación también surge lo narrativo y lo filosófico, ya que se ponen en juego las funciones especulativas y creativas de la mente para elaborar un discurso más o menos efectivo y con una intencionalidad determinada por el espíritu, experiencia y sensibilidad de quien lo emite y recibe. De ahí que haya sociedades que gracias a su lengua de uso hayan conseguido desarrollarla hasta el punto de hacer arte con ella. En otras sociedades apenas se queda en un mero instrumento de transmisión de información acorde con las necesidades que dicha sociedad requiera, priorizando los usos de otros recursos culturales tales como la música, la artesanía, la religión, etc. Esto no hace que una u otra sea más primitiva o más desarrollada que otra, pues dentro de lo que para sus necesidades ha de cubrirse basta y en ocasiones hasta sobra.
Desde esta reflexión, los individuos son relativamente conscientes de que manejan un instrumento para unos fines determinados, cualesquiera que éstos sean y quieran poner al servicio o no de su sociedad. Bien es sabido de la existencia de términos e incluso rudimentos lingüísticos creados por ciertas comunidades para usos específicos, los llamados argots. Es esta facultad creativa de los individuos la que en un momento determinado puede llegar a crear escisiones dentro de la misma comunidad lingüística con la finalidad de identificarse con cierto número de individuos que participan de una serie de circunstancias; son los llamados "sociolectos" que no son más que la adaptación a un grupo de uso mayor que cada individuo hace de su lengua –idiolecto– y de su capacidad para simbolizar el mundo que le rodea. Es una cuestión de afinidad y de afirmación social.
De esta manera, resulta muy interesante la manera en que determinadas sociedades adquieren su noción de "nación". Evidentemente, siguiendo este razonamiento, cada individuo sería una nación en sí mismo, por descabellado que pueda resultar este argumento.
¿Qué debemos entender por nacionalismo? Lejos de ser subjetivos con este delicado término, el nacionalismo sería la defensa de los valores culturales, institucionales, éticos, morales, religiosos, etcétera, desarrollados por una comunidad determinada y su voluntad de conservación como manera de identificación y cohesión de los individuos que la forman en un territorio común. Hasta ahí, nada debiera alarmarnos. No obstante, en la historia de los nacionalismos, en la mayoría de las ocasiones, siempre hemos encontrado un elemento común que los refuerza: la lengua que esa sociedad usa en su propio territorio. Este tipo de fenómeno se suele dar en lugares donde conviven –valga, por favor, el término– comunidades diversas cuyo origen, evolución y desarrollo cultural han sido potenciados por una voluntad de identificación muy fuerte con una comunidad cultural determinada cuyo lugar donde habitan es compartido por otras sociedades que se identifican con el resto en mayor o menor medida y con voluntades distintas con respecto a su propia afirmación cultural particular.
El conflicto viene al descubrirse la dirección en que esa identificación se conduce. Hay un nacionalismo integrador que potencia y valora las particularidades y características de las diversas sociedades que comparten territorio. Hay un nacionalismo centralista, en el que se establece un poder central que hace prevalecer la adscripción de la mayoría a un concepto de nación abstracto en el que lo particular es tratado frecuentemente como anecdótico o incluso condescendientemente "exótico" y en el que no cabe bajo pretexto alguno la posibilidad de un desarrollo sano de una comunidad en particular. Luego, y creo que éste es el más odioso de todos los nacionalismos, es el separatista en el que, en aras de una reivindicación exacerbada encabezada por unos pocos pone en pie de guerra a una sociedad determinada en contra de los otros miembros que comparten territorio bajo una comunidad institucional. En estos casos, desde el punto de vista lingüístico, conviene ser cautos.
La decisión que cada sociedad tome para hacer preponderar el uso de una lengua particular común a un grupo minoritario con respecto a la lengua que se utiliza en todo el territorio bajo la que se unifica e integran las distintas comunidades ha de manejarse en un contexto abierto y no sellado para el resto de los miembros del territorio con los que se convive. En la mayoría de las ocasiones, los que enarbolan la bandera de su unicidad o particularidad por poseer una lengua que los identifica, son también conocedores de la lengua común que se utiliza en el territorio. Nunca desde la imposición ni desde la segregación podrá una comunidad crecer y desarrollarse más allá de lo que sus dirigentes quieran si continúan aferrados una idea soberanista trasnochada y poco meditada. Si se considera una amenaza el hecho de que un individuo ajeno a una comunidad lingüística particular tenga la voluntad de acercarse a ella mediante el estudio de su lengua por las razones que sean, al final, todo quedará en casa y poco a poco, con el tiempo, esa comunidad irá empequeñeciéndose más y más. Caerá en un estado de oscurantismo en el cual se viva de espaldas al resto de comunidades que conviven en el mismo territorio. Tanto es aplicable para unos y para otros: tanto para el grueso que habla y usa la lengua oficial del estado, como para el que habla y usa la lengua oficial de su comunidad.
Por eso, creo que el concepto de nación no ha de verse más que como algo abstracto, un instrumento más para intentar poner un poco de orden a lo que bulle dentro de un territorio. Cada individuo ha de ser libre de identificarse con quien quiera y de establecer las afinidades que se deseen con una comunidad en particular. Si desde la raíz comenzamos a jugar a dinamitar la voluntad individual de integrar y compartir al nivel que sea la experiencia y la cultura de los distintos grupos que cohabitan en un mismo lugar el resultado final será el sinsentido al que estamos asistiendo en muchas partes del mundo. No hay nada exclusivo para nadie. Sí que es positivo defender y difundir unos valores culturales para poder conocernos y acercarnos. Lo que no es positivo es imponerlos para dar un ficticio "valor" a algo que en sí mismo no es más que una etiqueta más y una máscara para seguir andando por este mundo que con más o menos sensatez hemos ido armando desde que nos pusimos de pie hace ya tanto tiempo.
© Javier Mérida
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