lunes, 2 de mayo de 2011

TEXTOS DEL OCASO

La música es el arte más seductivo, el arte que te levanta dejándote donde estás, la música llena su espacio de fuerza y avanza en el tiempo despacio o con gran prisa, a compases duros o demorándose ligeramente, bailando de puntillas,

la música dice lo que tú le digas, todos pueden adorarla, para todo se la puede utilizar pero aún en su traición ella queda siempre fiel a sí misma, música e la libertad o la sumisión, música para la bondad del malo y para la maldad del bueno,

música que sirve o que rige sin diferencias, transformándose como el mítico Proteo, de espíritu a bestia, de carne a piedra, de follaje a agua, dando calor o frío,

moviéndose en el espacio imaginario del empuje del sonido, ora alejándose, perdiéndose, cada vez más distante, ora retornando en contraataque, con un oleaje, como un alud, retumbando,

escalando montes, expandiéndose por llanuras como la luz cuando vence las sombras de las nubes, probando el sabor de las aguas quietas, rompiendo muros, destruyendo torres, partiendo troncos de árboles, juntando montones de flores,

siguiendo al tiempo como el mecanismo de un reloj, segundo tras segundo, o como deteniendo al tiempo en un silencio inmóvil aunque éste se le escabulle de todas formas, el tiempo de la música que es el de un río que fluye, existiendo siempre en la cúspide del instante, subiendo y cayéndose constantemente:

cuando la música termina es como si el tiempo se fuese a descansar sin que por ello cese, es como si de nuevo el espacio lo encerrase y algo incomprensible se hubiera restablecido.

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El poeta se sube a los montones de basura para salvar de allí lo que salvar se pueda: prismas de cristal desechos, espejitos de mano en forma de corazón un poco manchados, restos de bucles cortados, algodón que nunca fue usado, madejas de seda e hilos de lana despedazados y arrollados como gusanos de seda:

cosas gastadas por el uso o muertas, tiradas como sentimientos raídos, jirones de cartas amorosas que preservan aún su olor a violetas, bombillas que se fundieron, tijeras que ya cortaron lo que eran capaces, cucharas de plata que se ennegrecieron, bicicletas de niño que se quedaron pequeñas,

sudor olvidado y dolor abandonado, esperanzas que naufragaron, emplastos arrancados, dientes postizos perdidos, peinetas partidas, sostenes muy usados, cuchillas de afeitar que perdieron el filo, trozos de jabón que resbalaron de alguna mano por última vez:

el poeta encuentra todo esto y tienen deseos de encontrarlo, el destino de un sello o de un repuesto de bolígrafo puede conmoverlo, su ternura se despierta por lo más insignificante o lo más menospreciado, por aquello a lo que todos volvieron la espalda, por todo lo afectado por una falta de amor inmerecida, por todo cuanto cumplió con un deber y se le pagó mal su lealtad,

no es esta una aflicción válida para los arrogantes y demasiado seguros, para los que gastan y despilfarran con la mayor obviedad, los nacidos para sentarse a la mesa servida de la sociedad que ellos creen que jamás ha de cesar de rebosar de abundancia, los que ven en lo poseído la suprema arrogancia del valor humano, los elegidos de la igualdad.

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Había una animal llamado caballo y que tenía caderas como una mujer y patas como una mesa, la crin le coronaba el pescuezo y le reposaba sobre una parte de éste, despeinada, invitando a ser trenzada, pero áspera al tacto, en pacto con el olor de la bestia,

un cerquillo le colgaba en la frente y entre los ojos, tal vez ocultando un lucero blanco, llamado también estrella pero más parecido a una luna medio oculta por las nubes entre los dos ojos protegidos en sus órbitas, grandes como ciruelas y oscuros como agua nocturna,

ojos por los que pasaban sombras de miedo, temor por aquello que el ojo humano no captaba, o presentimientos sobre su suerte venidera, que pasaban también por su piel como súbitos escalofríos,

el viento rotaba en los caracoles abiertos de la nariz y tropezaba con el aliento, creando así un claro dibujo en la atmósfera fría, mientras el ralo pelaje en derredor se emblanquecía de escarcha y se tornaba grueso, como de lana.

Las antiguas leyendas nos hablan de un caballo de ocho patas, doblemente más rápido que los demás, un corcel como el que hubiera deseado un caballero perseguido o como el que hubiera necesitado el labrador de carreta demasiado cargada en un camino escarpado,

pero sólo viendo de lado dos caballos juntos, el uno cubriendo totalmente el otro, puede uno ver ocho patas en rápido movimiento mientras galopan, como ocurrió cuando la silueta negra de aquel coche abandonó la finca en llamas, en un galope salvaje.

© Artur Lundkvist, Textos del ocaso.