lunes, 6 de junio de 2011

LIBRO DEL DESASOSIEGO

La vida, para la mayoría de los hombres, es una carga pasada sin importancia, una cosa triste compuesta de intervalos alegres, algo como los momentos de anécdotas que cuentan los veladores de muertos, para pasar el sosiego de la noche y la obligación de velar. Siempre encontré fútil considerar la vida como un valle de lágrimas: es un valle de lágrimas, sí, pero donde raras veces se llora. Dijo Heine que, después de las grandes tragedias, acabamos siempre por sonarnos. Como judío, y por tanto universal, vio con claridad la naturaleza universal de la humanidad.
La vida sería insoportable si tomásemos conciencia de ella. Afortunadamente no lo hacemos. Vivimos con la misma inconsciencia que los animales, del mismo modo fútil e inútil, y si anticipamos la muerte, que es de suponer, sin que sea cierto, que ellos no anticipan, la anticipamos a través de tantos olvidos, de tantas distracciones y desvíos, que no podemos decir que pensemos en ella.

Así se vive, y es poco para juzgarnos superiores a los animales. Nuestra diferencia de ellos consiste en el pormenor puramente de hablar y escribir, de tener inteligencia abstracta para distraernos de tenerla concreta, y de imaginar cosas imposibles. Todo esto, sin embargo, son accidentes de nuestro organismo fundamental. Hablar y escribir no hacen nada nuevo en nuestro instinto primordial de vivir sin saber cómo. Nuestra inteligencia abstracta no sirve sino para hacer sistemas, o ideas medio-sistemas, de lo que los animales es estar al sol. Nuestra imaginación de lo imposible no es por fortuna propia, pues ya he visto gatos mirar a la luna, y no sé si no la querrían.

Todo el mundo, toda la vida, es un vasto sistema de inconsciencias operando a través de conciencias individuales. Así, como con dos gases, pasado por ellos una corriente eléctrica, se hace un líquido, así con dos conciencias –la de nuestro ser concreto y la de nuestro ser abstracto– se hace, pasando por ellas la vida y el mundo, una inconsciencia superior.

Feliz, pues, el que no piensa, porque realiza por instinto y destino orgánico lo que todos nosotros tenemos que realizar por desvío y destino inorgánico o social. Feliz el que más se asemeja a los brutos, porque es sin esfuerzo lo que todos nosotros somos con trabajo impuesto; porque sabe el camino a casa, que nosotros no encontramos por atajos de ficción y regreso; porque enraizado como un árbol, es parte del paisaje y por tanto de la belleza, y no como nosotros, mitos del pasaje, figurantes de traje vivo de la inutilidad y el olvido.

© Fernando Pessoa (Traducción de Javier Mérida)

lunes, 2 de mayo de 2011

TEXTOS DEL OCASO

La música es el arte más seductivo, el arte que te levanta dejándote donde estás, la música llena su espacio de fuerza y avanza en el tiempo despacio o con gran prisa, a compases duros o demorándose ligeramente, bailando de puntillas,

la música dice lo que tú le digas, todos pueden adorarla, para todo se la puede utilizar pero aún en su traición ella queda siempre fiel a sí misma, música e la libertad o la sumisión, música para la bondad del malo y para la maldad del bueno,

música que sirve o que rige sin diferencias, transformándose como el mítico Proteo, de espíritu a bestia, de carne a piedra, de follaje a agua, dando calor o frío,

moviéndose en el espacio imaginario del empuje del sonido, ora alejándose, perdiéndose, cada vez más distante, ora retornando en contraataque, con un oleaje, como un alud, retumbando,

escalando montes, expandiéndose por llanuras como la luz cuando vence las sombras de las nubes, probando el sabor de las aguas quietas, rompiendo muros, destruyendo torres, partiendo troncos de árboles, juntando montones de flores,

siguiendo al tiempo como el mecanismo de un reloj, segundo tras segundo, o como deteniendo al tiempo en un silencio inmóvil aunque éste se le escabulle de todas formas, el tiempo de la música que es el de un río que fluye, existiendo siempre en la cúspide del instante, subiendo y cayéndose constantemente:

cuando la música termina es como si el tiempo se fuese a descansar sin que por ello cese, es como si de nuevo el espacio lo encerrase y algo incomprensible se hubiera restablecido.

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El poeta se sube a los montones de basura para salvar de allí lo que salvar se pueda: prismas de cristal desechos, espejitos de mano en forma de corazón un poco manchados, restos de bucles cortados, algodón que nunca fue usado, madejas de seda e hilos de lana despedazados y arrollados como gusanos de seda:

cosas gastadas por el uso o muertas, tiradas como sentimientos raídos, jirones de cartas amorosas que preservan aún su olor a violetas, bombillas que se fundieron, tijeras que ya cortaron lo que eran capaces, cucharas de plata que se ennegrecieron, bicicletas de niño que se quedaron pequeñas,

sudor olvidado y dolor abandonado, esperanzas que naufragaron, emplastos arrancados, dientes postizos perdidos, peinetas partidas, sostenes muy usados, cuchillas de afeitar que perdieron el filo, trozos de jabón que resbalaron de alguna mano por última vez:

el poeta encuentra todo esto y tienen deseos de encontrarlo, el destino de un sello o de un repuesto de bolígrafo puede conmoverlo, su ternura se despierta por lo más insignificante o lo más menospreciado, por aquello a lo que todos volvieron la espalda, por todo lo afectado por una falta de amor inmerecida, por todo cuanto cumplió con un deber y se le pagó mal su lealtad,

no es esta una aflicción válida para los arrogantes y demasiado seguros, para los que gastan y despilfarran con la mayor obviedad, los nacidos para sentarse a la mesa servida de la sociedad que ellos creen que jamás ha de cesar de rebosar de abundancia, los que ven en lo poseído la suprema arrogancia del valor humano, los elegidos de la igualdad.

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Había una animal llamado caballo y que tenía caderas como una mujer y patas como una mesa, la crin le coronaba el pescuezo y le reposaba sobre una parte de éste, despeinada, invitando a ser trenzada, pero áspera al tacto, en pacto con el olor de la bestia,

un cerquillo le colgaba en la frente y entre los ojos, tal vez ocultando un lucero blanco, llamado también estrella pero más parecido a una luna medio oculta por las nubes entre los dos ojos protegidos en sus órbitas, grandes como ciruelas y oscuros como agua nocturna,

ojos por los que pasaban sombras de miedo, temor por aquello que el ojo humano no captaba, o presentimientos sobre su suerte venidera, que pasaban también por su piel como súbitos escalofríos,

el viento rotaba en los caracoles abiertos de la nariz y tropezaba con el aliento, creando así un claro dibujo en la atmósfera fría, mientras el ralo pelaje en derredor se emblanquecía de escarcha y se tornaba grueso, como de lana.

Las antiguas leyendas nos hablan de un caballo de ocho patas, doblemente más rápido que los demás, un corcel como el que hubiera deseado un caballero perseguido o como el que hubiera necesitado el labrador de carreta demasiado cargada en un camino escarpado,

pero sólo viendo de lado dos caballos juntos, el uno cubriendo totalmente el otro, puede uno ver ocho patas en rápido movimiento mientras galopan, como ocurrió cuando la silueta negra de aquel coche abandonó la finca en llamas, en un galope salvaje.

© Artur Lundkvist, Textos del ocaso.

domingo, 20 de marzo de 2011

TRÍPOLI

bienvenidos a mi ciudad devastada

no se hagan ilusiones
aquí los hoteles son de arenas movedizas
las camas no tienen sobrenombres
ni amores perdidos entre las sábanas

porque aquí las sábanas son verdes
aquí nos rendimos en verde
soldamos los huesos rotos de nuestros hijos
muertos
con saliva y cardamomo

nuestro idioma es de difícil comprensión
para cualquier genéro indomable de terrícola
y además
contamos con la grata presencia de alá
en todas partes
hasta en la humedad de las toallas

nuestra cocina es inverosímil
por no decir exigua
y a lo que ustedes
estimados comensales
llaman menú
nosotros le decimos
maná

aquí el dinero es de un color oscuro
tremendamente oloroso
y tóxico
tanto
que ni lo tocamos

no se preocupen
siempre tendrán un taxi en la puerta
para llevarles de vuelta al aeropuerto
por si algo o alguien no les convence

lamentamos de antemano
cualquier mentira ultraje robo o asesinato
que puedan ustedes sufrir en otras carnes

garantizamos la seguridad
en la imposible medida de nuestras posibilidades

y por último
me gustaría recomendarles encarecidamente
el museo de historia
donde podrán deleitarse con una hermosa exposición
de grietas y cascotes
escombros en definitiva
de un presente desactivado

aquí está mi mujer
y aquí mis dos hijos
a su eterna indisposición

yo no les he dicho que ustedes venían
entiendan por favor
sus muestras de odio

será por poco tiempo
espero

© Javier Mérida

BUSCANDO A PERSÉFONE



Cayó en mis manos este interesante conjunto de ensayos acerca del uso de enteógenos en las antiguas tradiciones de la India, Grecia y Mesoamérica, su desarrollo y su influencia en los distintos pueblos que los utilizaron para sus cultos mistéricos.

La obra de Robert Gordon Wason constituye una de las experiencias centrales de la cultura antropológica del siglo XX. En 'La búsqueda de Perséfone', él y sus colaboradores continúan la apasionante y rigurosa aventura de poner al día los primigenios misterios eleusinos. Para Gordon Wasson el culto al hongo es la más antigua de las devociones humanas. Los mal llamados hongos alucinógenos -enteógenos, en rigor- están en el origen universal de todas las religiones. Viajero incansable y fulgurante humanista, Gordon Wasson hizo de la micología una rama esencial del saber contemporáneo, uniendo la botánica con la antropología, la mitología con la espiritualidad. De María Sabina a los sabios siberianos, del 'soma' de los arios a la presencia de Eleusis en la tradición clásica, pasando por la última cena de Buda, ésta, 'La búsqueda de Perséfone', constituye una conclusión actual y multidisciplinaria de una labor tan honda como maravillosa.
De Robert Gordon Wasson el FCE ha publicado 'El hongo maravilloso: teonanácatl. Micolatría en mesoamérica' y 'El camino a Eleusis. Una solución al enigma de los misterios', este último en colaboración con Albert Hofmann y Carl A. P. Ruck